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ACTUALIDAD (15-02-2007)
Fuente: Editorial de La Nación (15.02.2007)
Gran Hermano: un falso realismo
Una cosa es copiar o mostrar ciertas escenas de la vida real con una fidelidad fotográfica puramente exterior, captando o registrando determinados hechos tal como se suceden azarosa y mecánicamente en el tiempo real. Otra cosa muy distinta es investigar la realidad en su verdadera profundidad humana y social y con un auténtico espíritu documentalista.

Quien elige el primero de esos dos caminos sólo logrará mostrarnos una cara neutra, insulsa y probablemente falsa del universo cotidiano, pues se le escaparán siempre los contenidos esenciales de la experiencia vital, que son los que aporta el espíritu creativo del hombre en su diálogo permanente con el mundo que lo rodea. Nada más falso, entonces, que presentar la pura captación de momentos inocuos, despersonalizados y mecánicos de la realidad como si fueran auténticos fragmentos de vida.

La producción televisiva Gran Hermano, que en estos días el público argentino conoce en su cuarta versión, es un claro ejemplo de lo que no debe hacerse si realmente se aspira a ofrecer un testimonio convincente y sincero de la vida real o del mundo cotidiano. En sus extensas emisiones diarias, el mencionado programa de TV sólo se ocupa de provocar un alargamiento artificial y deprimente de los espacios de tedio y de inútil pasividad que el puro hecho de existir impone, inevitablemente, a todo ser humano. Se condena, así, a la imagen fílmica o televisiva a una pasividad lamentable, que desaprovecha y traiciona su natural capacidad para seleccionar, fragmentar y reordenar las experiencias cotidianas de los seres humanos, potenciando así la búsqueda o la valoración de sus aspectos más trascendentes o significativos.

Si a eso se agrega la ausencia total -en las sucesivas emisiones de Gran Hermano - de toda propuesta o expresión que traduzca una visión del mundo fundada en valores o principios capaces de dignificar la existencia humana, resulta difícil entender por qué razón esta publicitada producción televisiva, adscripta a un formato que llegó a nosotros después de recorrer con suerte irregular las pantallas de los otros países, encabeza actualmente la tabla del rating televisivo. En nombre del rating hoy todo parece justificado, aunque se crucen fronteras inimaginables. Algo nos debe de estar pasando como sociedad cuando otorgamos nuestra preferencia, en el campo televisivo, a programas que exhiben una inocultable tendencia a la insustancialidad, el mal gusto y el vacío espiritual.

Por otra parte, es obvio que las escenas exhibidas en las sucesivas entregas de Gran Hermano remiten a una "realidad" social o testimonial cuyo nivel de espontaneidad y veracidad resulta, por lo menos, sospechoso. ¿Cómo desechar la idea de que esa "realidad" ha sido, en buena media, prefabricada o "armada" por los responsables del programa en función de sus nada estimulantes necesidades de producción y, sobre todo, de sus apetencias de sensacionalismo?

Por lo demás, es preciso insistir en que el uso de la expresión "gran hermano" para un reality show de tan dudosa seriedad implica una desnaturalización del admirable sentido con que la literatura utilizó por primera vez esa denominación. Debe recordarse que el primero en usarla fue el novelista británico, nacido en la India, George Orwell, quien en 1948 llamó "Gran Hermano" a uno de los personajes de su novela de anticipación 1984 . Orwell daba ese nombre a un dictador que manejaba, en la ficción, un inmenso sistema totalitario. Ese supuesto tirano disponía, en efecto, de un gigantesco sistema de cámaras de televisión que le permitía vigilar y controlar a los habitantes de su país durante las 24 horas del día.

El libro de Orwell, en realidad, pretendía advertir al mundo sobre el uso desaprensivo y brutal que los gobiernos totalitarios del futuro podían llegar a hacer de los vertiginosos adelantes de la tecnología. El ojo del "Gran Hermano" estaba en condiciones de espiar permanentemente a todos sus súbditos: los vigilaba cuando se vestían, cuando comían, cuando dormían en sus camas. Orwell escribía en un momento histórico en que estaban aún frescas en la memoria colectiva las brutalidades del nazismo y del fascismo, y cuando se encontraba todavía en pie la inmensa maquinaria del totalitarismo soviético.

El programa de TV que motiva este comentario también usa las cámaras para asomarse permanentemente a la intimidad de un grupo de personas, pero no ya como parte de una instrumentación totalitaria, sino como sustento de un simple y decadente programa de entretenimiento. Por lo tanto, el uso que se hace de tal expresión constituye, por lo menos, una frivolización del mensaje original de Orwell, que formaba parte de un alegato político e ideológico extremadamente serio.

Anotemos, por último, que en algunas emisiones de ese programa los personajes intervinientes han incurrido en gestos y actitudes que orillan la apología del delito, como es el caso de ciertas jornadas en las que no se ahorraron expresiones favorables al consumo de drogas. En España hizo carrera, en cierto momento, la expresión "telebasura" para designar a los programas que desafían los valores morales básicos de una sociedad. Las atribuciones que la ley otorga al Consejo Federal de Radiodifusión (Comfer) no son ajenas, por cierto, a la defensa de esa clase de principios. Pero el organismo no se distinguió hasta ahora por su celeridad ni por su dinamismo en lo que toca al ejercicio de esa clase de responsabilidades. ¿Por qué habría que esperar que lo hiciera ahora?
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